Para el premio Nobel de Economía, Paul Krugman, es ingenuo pensar que los republicanos se unirán a los demócratas para investigar las conexiones con Rusia.

El denario, moneda de plata de la antigua Roma, era supuestamente el salario diario de un trabajador manual. En ese caso, las reducciones de impuestos que el 1% más rico de los estadounidenses recibirán si se revoca la Ley de Atención Sanitaria Asequible —reducciones de impuestos que son, obviamente, la verdadera razón de la revocación— ascenderían al equivalente de 500 monedas de plata al año. ¿Qué me ha inspirado este cálculo? El espectáculo de Mitch McConnell, líder de la mayoría en el Senado, y Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes, defendiendo el despido de James Comey por parte de Donald Trump, señala Krugman en su columna del diario El País de España.

Todo el mundo sabe que Comey no fue despedido por sus fechorías durante la campaña electoral —fechorías que ayudaron a Trump a llegar a la Casa Blanca— sino porque su investigación de las conexiones de la maquinaria electoral de Trump con los rusos estaba acelerándose y, presumiblemente, acercándose demasiado a la verdad. De modo que esto tiene toda la pinta de una utilización del poder presidencial para encubrir una posible subversión extranjera del Gobierno estadounidense.

Y por lo visto, los dos líderes republicanos del Congreso están satisfechos con ese encubrimiento, porque el ascendiente de Trump les está dando la oportunidad de hacer lo que siempre han querido, es decir, quitarles el seguro sanitario a millones de estadounidenses y al mismo tiempo bajarles los impuestos a los ricos.

Entenderán ustedes porqué me acuerdo de Judas, dice Krugman en otra parte de su escrito. Durante generaciones, los republicanos han puesto en entredicho el patriotismo de sus rivales. A lo largo de la Guerra Fría, afirmaron que los demócratas se mostraban muy blandos con el comunismo; después del 11-S, que se mostraban muy blandos con el terrorismo. Pero ahora tenemos algo que puede ser real: pruebas circunstanciales de que una potencia extranjera hostil podría haber actuado en connivencia con una campaña presidencial estadounidense, y que tal vez conserve una influencia indebida en los niveles más altos del Gobierno estadounidense. Y todos esos patriotas autoproclamados se callan, o peor.

Seamos claros: no sabemos a ciencia cierta si miembros importantes del Gobierno de Trump, o incluso él mismo, son marionetas rusas. Pero hay pruebas suficientes como para tomárselo en serio; basta con pensar en el hecho de que Michael Flynn se mantuvo en el cargo de asesor de seguridad nacional varias semanas después de que los responsables del departamento de Justicia advirtiesen de su implicación, y que solo fue cesado cuando la noticia saltó a la prensa.

Y sabemos cómo resolver el resto de las dudas: investigaciones independientes llevadas a cabo por funcionarios con fuertes competencias jurídicas, aislados de la influencia política partidista.  Y aquí es donde estábamos el jueves por la tarde: 138 demócratas e independientes habían solicitado el nombramiento de un fiscal especial; solo un republicano se unió a la solicitud. Ochenta y cuatro demócratas más solicitaron una investigación independiente, a los que solo se sumaron seis republicanos. En otras palabras: a estas alturas, un partido casi al completo parece haber decidido que aceptar la posible traiciòn a cambio de sostener la cauda de la bajada de impuestos a los ricos no es un vicio. Y apenas exagero, expresa Krugman.

¿Y cómo es que todo un partido se ha vuelto tan antiestadounidense? Porque esta historia va mucho más allá de Trump.

En ciertos aspectos, el conservadurismo vuelve a sus raíces. Se ha hablado mucho de la recuperación por parte Trump de la expresión “Estados Unidos primero”, nombre de un movimiento que se opuso a la intervención del país en la Segunda Guerra Mundial. Lo que no se menciona a menudo es que muchos de los miembros más destacados de ese movimiento no solo eran aislacionistas, sino simpatizantes activos de los dictadores extranjeros; hay una línea más o menos recta entre el orgullo con que Charles Lindbergh exhibía la medalla que le había concedido Hermann Göring y las relaciones cordiales de Trump con Rodrigo Duterte, el presidente de Filipinas que es, literalmente, un asesino, según el economista premio Nobel.

Pero la cuestión más próxima es la transformación del Partido Republicano, que guarda poco parecido, si es que guarda alguno, con la institución que era antes, por ejemplo, durante las vistas del Watergate en la década de 1970. En aquel entonces, los congresistas republicanos eran primero ciudadanos y después miembros de un partido. Pero hoy, el republicano se parece más a una insurgencia radical y antidemocrática que a un partido político convencional.

Los analistas políticos Thomas Mann y Norman Ornstein llevan años intentando explicar esta transformación, librando una difícil batalla contra la falsa equivalencia que aún predomina entre los expertos en política. Como señalan ambos, el partido republicano no solo se ha vuelto “extremista desde un punto de vista ideológico”, sino que “menosprecia la legitimidad de su oposición política”.

De modo que sería ingenuo esperar que los republicanos unan fuerzas con los demócratas para llegar al fondo del escándalo ruso, incluso aunque ese escándalo pueda afectar a las raíces mismas de nuestra seguridad nacional. Los republicanos de hoy no cooperan con los demócratas, punto. Prefieren trabajar con Vladimir Putin.

De hecho, es probable que algunos lo hayan hecho.

«Vale, a lo mejor estoy siendo demasiado pesimista. A lo mejor hay suficientes republicanos con conciencia —o, en su defecto, suficientemente asustados por un retroceso electoral— como para que el intento de matar la investigación sobre Rusia fracase. Esperemos que sea así», apunta Krugman.

Pero va siendo hora de afrontar una terrible realidad. La mayor parte de la población se ha dado ya cuenta, creo, de que Donald Trump desprecia los valores políticos básicos de Estados Unidos. Lo que necesitamos entender es que buena parte de su partido comparte ese desprecio. concluye el economista.

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